jueves, 16 de junio de 2011

La espera


II

El narrador de la historia se detuvo. Frente a él, con una libreta en la mano derecha y la barbilla reposada sobre la izquierda, un hombre, de alrededor de cincuenta años, lo miraba con más atención quizá de la que le procuraba para escucharle. A través de un par de anteojos de aparente graduación exagerada, los pequeños ojos del escucha dejaban ver que éste se preparaba para hablar.
- Me encantaría saber la suerte que corrió el segundo cadáver, – dijo, reacomodándose los lentes con su índice izquierdo - pero antes respóndame algo: ¿qué hizo usted con el cuchillo?
El narrador, un joven de no más de veintisiete años que se debatían entre un par de hinchadas ojeras, una barba y bigote abundantes, y un rostro tan liso como límpido, se reacomodó sobre el diván de cuero café en el que se encontraba recostado; evidentemente se disponía a disipar la primera inquietud de su escucha, pero la pregunta formulada al final parecía haberle sorprendido demasiado.
- ¿El cuchillo? – repuso – Pues no pude hacer más que limpiarlo con la manga de mi camisa y guardarlo, luego de lo cual…
- ¿Camisa? Creo haberle escuchado decir al principio de su narración que andaba usted descalzo, por lo que asumí que se encontraba usted desnudo – interrumpió el hombre mayor.
- En efecto, doctor, andaba yo descalzo pero vestía un impecable traje gris, cuyo saco hube de quitarme antes de limpiar mi cuchillo en la camisa blanca que vestía. Antes de que me interrumpiera, me disponía a explicarle que la suerte que corrió el segundo ciervo (no cadáver, pues apenas me le acerqué, pude notar que aún respiraba), fue la de ser cobijado por mi saco, al tiempo que me tumbé en el suelo a un lado de él. Su calor era tal, que inmediatamente quedé dormido, no sin antes sentir un profundo dolor, un dolor que me estremecía de pies a cabeza, pero no por la condición del animal, sino por mí, porque sabía que una vez que despertara el león, me vería obligado, primero a acabar con vida del ciervo de una vez por todas, y luego a alimentar a la bestia con su carne.
- ¿Y lo hizo? – reparó el doctor.
- No puedo responder con certeza a esa pregunta, pues luego de esto, me incorporé de un salto sobre mi cama, con una gran confusión bajo la cual apenas si pude darme cuenta de que todo había sido un sueño.

El doctor se mantuvo pensativo por un largo rato; miraba a su paciente, intrigado, con una expresión compasiva. Luego, se levantó de su silla y caminó hacia un robusto librero, de donde extrajo un voluminoso libro de pastas de cuero.
- León, león… veamos – murmuraba mientras pasaba las hojas del grueso ejemplar -; aquí está, león – leía rápido y con voz ininteligible cuando, súbitamente, se detuvo -. Pues no, parece que los freudianos no me pueden ayudar en éste caso, je je – Luego volvió a sentarse y continuó pensativo otro rato; de pronto, al advertir la confusión de su paciente, tomó nuevamente su libreta y se dirigió al mismo. - ¿Dice usted que tuvo éste sueño la misma noche del día en que tuvo lugar su matrimonio por el civil?
- Así es doctor – respondió el joven -, apenas la noche de anteayer.
- ¿Qué dijo su esposa cuando lo sintió incorporándose en la cama?
- La viuda, es decir, la señora Aguilar y yo aún no dormimos juntos. Como le he dicho anteriormente, ella es una mujer de ideas arcaicas y muy arraigadas; está a no más de un par de días de obtener el permiso eclesiástico para casarse nuevamente ante un altar. La siguiente semana será la boda por la iglesia y hasta entonces será cuando compartamos la cama; mientras tanto, yo duermo en el cuarto de las visitas. He de confesarle que tanto a Julia, su hija, como a mí, nos parece un tanto boba la idea de su madre sobre condenarse al Infierno al dormir con un hombre que ante los ojos de Dios no es su marido. Pero, ¿qué pasa? ¿Por qué la mirada tan inquisitiva?

Paseando su bolígrafo entre sus robustos y largos dedos, el doctor no contestó; su mirada parecía tratar de abrirse paso entre la humanidad de su joven paciente, el cual no podía mantener su mirada tan fija en el doctor como quisiera, desviándola de vez en vez mientras que aquel que antes lo escuchaba, se limitó a dejar escapar un ligera risa.

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